
Me viene a la memoria un recuerdo de hace unos 25 años, en mi etapa de estudiante, cuando siempre que podía iba a visitar a mi padre a su oficina y le veía trabajar junto a sus compañeros. Sobre sus mesas reposaban lo que, en aquella época, eran los Ordenadores Personales modernos o computadoras. Llegaron casi de repente, sin previo aviso y dispuestos a quedarse como su nueva herramienta de trabajo.
Eran las “Nuevas (ahora viejas) Tecnologías”, incorporadas como “instrumentos capaces de procesar una gran cantidad de información, obligándonos a reconsiderar el sentido de trabajo y de la industria contemporánea”, según decían García Viso y Puig en 1989.
Efectivamente, una vez formados en el uso de estas herramientas, ya pudieron comprobar que, por una parte, ayudaban a procesar un cada vez mayor volumen de información (ahora lo denominamos Big Data) y agilizaban el trabajo diario. Sin embargo, por otro lado, surgía un cierto temor al uso de estas nuevas tecnologías, al alcance que pudiera tener un error con estas herramientas, el miedo a equivocarse o al hecho de que no funcionasen correctamente.
Este estado psicológico negativo relacionado con el uso de las TIC es lo que hoy conocemos como Tecnoestrés.